lunes, 11 de agosto de 2014

Tratamiento del adolescente transgresor. Inscripciones y cicatrices.- Lic. Marcelo Stoll*

"A través de un relato clínico se intenta dar cuenta de la importancia que adquiere la conformación de un vínculo, el terapéutico, que permita nuevas inscripciones y la constitución de un otro como semejante. Se trata de la experiencia con adolescentes infractores a la ley penal en los que, mediante el despliegue del discurso y la transferencia, promovemos la tramitación psíquica, la inscripción y un nuevo posicionamiento subjetivo".


El presente trabajo tiene como intención compartir la experiencia clínica vivida como integrante del Equipo externo de Salud Mental que asiste a jóvenes infractores a la Ley Penal. Son adolescentes que se encuentran privados de la libertad por orden de los Juzgados Nacionales de Menores, en Centros de Régimen Cerrado o en algún dispositivo de libertad restringida. Este servicio asistencial es ofrecido a quienes deseen recibir atención psicológica permaneciendo en esas condiciones, garantizándoseles un espacio individual independiente y reservado.
El caso clínico alude a un joven de 16 años, al que llamaré Brian. Se encuentra alojado en un Centro de Régimen Cerrado (CRC) en la Ciudad de Buenos Aires, dependiente de la Dirección Nacional de Adolescentes Infractores de la Ley Penal, Secretaria Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia.
El joven en cuestión estaba alojado allí, por haber intentado atacar a un profesional de otro CRC para jóvenes de su edad.
Por ese motivo y la modalidad agresiva con el otro en general, fue derivado por guardia a un Hospital psiquiátrico infanto-juvenil y dado de alta. Posteriormente, se lo trasladó al CRC de referencia.
Brian se encontraba alojado en un sector separado del resto de la población, según se me informa, por la diferencia de edad respecto de sus pares (18) y para su preservación y cuidado. Al momento de iniciar las entrevistas psicológicas, Brian no mantenía ningún tipo de contacto ni actividad con los otros adolescentes. Salía al patio cuando el resto de los jóvenes se encontraban en los sectores, y cuando estos participaban de actividades Brian permanecía aislado.
La familia de Brian estaba compuesta por la madre, de 46 años, paciente psiquiátrica sin familia. El padre, de 50 años, que vive solo; un hermano de 10 años, que convivía con la madre en una institución. Los padres se separaron cuando Brian tenía 8 años, a partir de lo cual fue a vivir con su madre a distintas sedes de un “Centro de rehabilitación de marginales” (sic), perteneciente a una iglesia evangélica.
Brian se fuga a sus 12 años desde una ciudad del interior para ir a vivir con su padre en el Gran Buenos Aires. El hermano queda con la madre.
En entrevista con el padre, manifiesta, que se hizo cargo de Brian por algún tiempo, a raíz de las graves limitaciones de su madre para atenderlo. “Una vez encontré a Brian jugando con cables de electricidad siendo chiquito y la mamá al lado sin hacer nada”.
Se trata de una familia de clase media baja que “llegó a tener un kiosco que perdieron en la crisis del 2001”. El padre desde entonces se dedicó a la fotografía y a la actuación como extra. Ambas actividades las desarrolla de manera eventual. Según informa Brian su madre recorría medios de transporte solicitando ayuda para la Iglesia. Su padre vive en la casa de propiedad de la abuela paterna, figura según el joven muy autoritaria. Brian cursó hasta 2do. año incompleto del secundario, y a partir de allí decidió dejar los estudios. A partir de ir a vivir con su padre, Brian permaneció en algunas oportunidades en situación de calle en la CABA pernoctando en algunas ocasiones en paradores.
La atención psicológica fue solicitada por Brian. En la primera entrevista se encontraba en una clase de apoyo escolar, la cual quiso interrumpir cuando me presenté como su psicólogo, a pesar de aclararle que podía esperarlo. Con buena presencia y colaborador Brian fue respondiendo a cada pregunta que le hice. Su relato me resultó monocorde y desafectivizado; por momentos me parecía escuchar una máquina.
Hizo una breve reseña de su vida y comentó que le gustaba escribir poesías, pidiéndome una hoja para hacerlo. Teniendo en cuenta su situación de aislamiento, consideré necesario verlo con la frecuencia de dos veces por semana. A lo largo de las entrevistas me fui dando cuenta que Brian aceptaba su aislamiento, manifestando disconformidad en contadas ocasiones. Asimismo en cada uno de los encuentros no perdía oportunidad de intentar obtener un beneficio para sí. Por ejemplo, llevarse algún clip, pedir algo para llevarse a su celda, etc. Siempre con la intención de preocupar al otro en torno al destino que le daría a esos objetos.
En una ocasión, sentados cara a cara, separados por una mesa, Brian me pide si le puedo mostrar mi reloj pulsera. Yo accedo, intentando ganar su confianza, y una vez que lo tiene en sus manos mirándome a los ojos y con una sonrisa me pregunta ¿qué pasa si no te lo devuelvo? ¿Llamas a la guardia? Tuve que asumir una actitud que no pusiera en riesgo el tratamiento, que lo motive sobre la conveniencia de devolvérmelo, y que no dañe el vínculo que estábamos construyendo. En otra oportunidad, atendí mi teléfono celular y Brian con extrema velocidad me lo quitó, negándose a devolverlo. Sorprendido por su rapidez, y molesto hasta enojado por la sensación de impotencia y fracaso, le informé a Brian que “hasta acá llegaba yo”, que “interrumpía la sesión para pensar que iba a hacer”. Brian sorprendido pero con una actitud firme me dijo “NINGÚN PSICÓLOGO PUEDE CON BRIAN”, y agregó “vos me dijiste que ibas a resistir, pero no pudiste”. Cuando me retiré, Brian a través de una pequeña ventana me pidió que regrese, que quería hablar conmigo. Yo le dije que nos veríamos la próxima sesión, y en esa oportunidad me pidió disculpas por la actitud que había tenido.
Situaciones como estas se fueron reiterando a los largo del tiempo como modalidad de lazo, que exige la incondicionalidad pero también la puesta de algún tipo de límite. En estos funcionamientos vi puesto a prueba lo que consideraba más importante, la construcción de la relación con un otro, allí donde aparentemente no se le había facilitado otrora.
Si dividiera el proceso terapéutico en etapas, diría que en un comienzo me encontré con un joven adaptado a la situación de encierro, aislamiento y rechazo. Todas sus acciones parecían centrarse en tomar al otro como objeto y desde allí manipularlo para obtener algún beneficio. Esta forma de funcionamiento hacía que casi todos los que tenían algún trato con él lo hicieran sintiéndose en riesgo, lo cual generaba una actitud que sentí prejuiciosa, y de la que intentaba a cada momento separarme. Mi intención era conocer a Brian y convocarlo a subjetivar, o inscribir, las distintas experiencias que se podían suscitar a través del vínculo. Ser “soporte” para confirmar que podía ser digno de ser tratado con afecto y cordialidad, que podía haber un otro dispuesto a ofrecerle algo diferente.
El joven fue realizando un trabajo inconsciente para permitir-se ser alojado, y prescindir de la necesidad constante de confirmar el rechazo o indiferencia del Otro. Acaso se trate de alguna de las consecuencias producidas por el desamparo en que cae el niño al no encontrar quién transforme su llanto en pedido o necesidad que pueda ser satisfecha.
El posicionamiento subjetivo de Brian se constituía en hacer sentir desconfianza y temor, y desde allí ser merecedor de castigo.
En una sesión, manifiesta: “Le robé a una vieja de 80 años en la 9 de julio. Le quise sacar la cartera y la vieja no la soltaba. La arrastré como 2 cuadras”. Me quedé en silencio escuchando su relato, pensando qué hacer con la sensación que me producía y, frente a mi involuntario gesto Brian se quedó mirándome y dijo “¡Pará! ¿vos qué te crees que soy? Mira si le voy a hacer eso a una vieja que puede ser mi abuela” y se puso a reír, provocando también mi risa. De a poco el humor empezó a ocupar un espacio importante en nuestros encuentros, y ser un elemento que compartíamos para perderle miedo al dolor y animarse (y animarme) a dar ese salto que permite atravesarlo, comprenderlo e historizarlo como manera de darle espacio, a un nuevo posicionamiento subjetivo, que tal vez permita desarmar esas marcas o heridas que establecieron casi como mandato o condena el ser sujetos para el mal.
Podríamos pensar, en el contexto de la clínica con adolescentes transgresores, la necesidad de trabajar teniendo en cuenta que donde hay vacío debemos promover inscripción. En principio se trata de generar la posibilidad de que haya un otro que para el paciente se convierta en otro significativo, y desde allí acompañarlo para elaborar, historizar el dolor, historizarse. Creo que esto puede lograrse cuando se ha construido algo entre el paciente y el analista. En definitiva, poner en juego un espacio transferencial que acoja y contenga la tarea de hacer posible que el desborde pulsional dé lugar al lazo con el otro. ¿Cómo pensar ciertas “marcas” en estos adolescentes, “marcas” que no adquieren significación si no a través de un trabajo elaborativo tendiente a “inscribir” esas experiencias traumáticas? ¿Cuál es nuestra tarea? ¿Lograr que jóvenes como Brian se adapten y cambien su conducta?
Propongo acompañar el armado, la posibilidad de un discurso que permita resignificar esas “Marcas” que parecen heridas, acceder a inscripciones a modo de cicatrices.


*Lic. Marcelo Stoll. Psicólogo –desde 2002– en la Secretaría Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia (SENNAF) que atiende adolescentes, jóvenes y adultos en situación de vulnerabilidad social y/o bajo disposición judicial.Desde 2010 integra el Equipo Externo de Salud Mental de la Dirección Nacional de Adolescentes infractores a la Ley Penal de la SENNAF. Programa que presta asistencia psicológica a jóvenes infractores alojados en dispositivos cerrados, semiabiertos o abiertos.

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